Conciencia de clase y la convicción de que “No hay nada que esperar” son dos rasgos decisivos en la obra de Verónica Jiménez. El fatalismo de esta afirmación parece ir en contra de la clase. Pero aquí, precisamente por aquel rasgo profundamente chileno que se expresa, se hace necesaria la conciencia sobre el dolor común «de los oprimidos sobre la tierra». En su escritura está la comprensión de la fragilidad humana, junto con un oficio que parece no tener puntos débiles: el espesor de su lenguaje, la lucidez, el uso y el cambio de registros, la precisión, la ternura y la aspereza, su capacidad para situarse desde polaridades contrarias: el agua y la aridez; la luz y la oscuridad; el náufrago y el testigo; el amor y la muerte; la palabra y la cesura. Porque en la poesía de Jiménez esos opuestos aparecen y reaparecen, son las corrientes de fondo de las que emerge su escritura.
Del prólogo de Kurt Folch
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